El deplorable asesinato del coordinador de Seguridad Regional de la Policía Federal Preventiva, Édgar Eusebio Millán Gómez, es el tercer homicidio contra funcionarios en las áreas de seguridad del Estado mexicano en una semana. Los acontecimientos son una llamada de atención a los políticos. Sin claudicar a sus posturas e intereses, es preciso reflexionar sobre los hechos y la responsabilidad que a cada quien atañe. Poner un alto a diferencias ociosas y a resistencias de quienes por sistema se oponen a todo lo que hace o proviene del gobierno.

En estos difíciles momentos, los hechos hacen pensar que buena parte del inventario de los agravios del sector político no tiene que ver con los grandes problemas nacionales, sino con el saldo de la pérdida del poder. Las tres últimas sucesiones presidenciales han dado cultivo a un sentimiento de rencor que hoy daña a la política nacional y mina la voluntad para el reencuentro de la energía social requerida en la superación de las dificultades de antaño y para cumplir los anhelos de bienestar, equidad y libertades de siempre. Es preciso, por todos, superar la pesada carga del rencor y desconfianza que se expresa, en unos, en el intento de reescribir la historia, en otros, en la lastimera actitud de endosar a terceros los enemigos propios, reales o imaginarios. La lucha contra los fantasmas del pasado es absurda y complica el esfuerzo de quienes ahora tienen el ejercicio del poder.

Eventos trágicos como el tercer homicidio de uno de los más importantes y comprometidos jefes policiacos, debieran servir, reitero, para hacer una pausa y rescatar lo verdaderamente trascendente; dejar las querellas en su justo espacio, dimensión y propósito; sumar voluntades para enfrentar con éxito las graves amenazas que se ciernen sobre el país.

El presidente Calderón desde el inicio de su mandato decidió emprender una lucha frontal contra el crimen organizado. Anticipó que iba a ser una tarea difícil, prolongada y sangrienta. Una auténtica guerra que algunos no quisieron o pudieron dimensionar por el accidentado momento político, heredado de una complicada elección presidencial. El encono, la confusión y el oportunismo se impusieron. Se dificultó significativamente un esperado ánimo de reconciliación. En estas condiciones el gobierno emprendió acciones inéditas contra el crimen organizado en diversas regiones del país. El Ejército fue llamado en auxilio a las fuerzas civiles; se hizo un esfuerzo sin precedentes de gasto público y la coordinación entre las autoridades federales y locales, en mayor o menor grado —de acuerdo con la voluntad del mandatario local— fue prioridad para que la cruzada tuviera sustento en un frente unificado.

El inicio mostraba dificultades en el ámbito institucional, particularmente, en el espacio de los servicios de inteligencia avocados a la prevención contra el crimen organizado. Buenos servidores públicos expertos en inteligencia y seguridad nacional, así como policías de excelencia habían sido marginados hace tiempo por el reacomodamiento político sexenal; como en ninguna otra área, quizás debido al prejuicio, se desarticularon instituciones importantes en esta materia, a la vez que el crimen organizado pudo penetrar a muchas policías municipales, la parte más frágil del sistema de seguridad; la disputa por mercados y territorios dio lugar a un enfrentamiento entre grupos criminales. Las ejecuciones en diversas regiones de la República se volvieron lugar común. El espectro del crimen organizado empezó a sentirse más allá de los territorios tradicionales y amplió su presencia económica y social en los territorios de siempre.

En el balance de lo realizado no todo el tiempo ha habido objetividad. Por ejemplo, medir la eficacia de las acciones gubernamentales contra el crimen, mediante la habitual contabilidad de homicidios o ejecuciones, puede resultar falaz, particularmente, porque es imposible saber que hubiera ocurrido si se hubieran dejado las cosas a la inercia anterior. El incremento en las bajas de policías, soldados y de criminales no es indicativo de avance o retroceso, simplemente dice que hay una cruenta guerra y que el Estado mexicano está actuando para hacer frente al significativo poder del crimen.

Es explicable que desde el gobierno se solicite fortalecer la capacidad de respuesta; por ello se ha requerido al Constituyente Permanente introducir cambios a la Constitución para que las policías puedan actuar con eficacia en el ámbito de la legalidad. También es explicable que a los legisladores les preocupe salvaguardar las libertades frente a eventuales abusos. Lo que sí no es aceptable es la posposición de respuesta como ocurrió en el Congreso con la reforma de justicia penal.

El combate al crimen organizado es una tarea de Estado. Por lo mismo, es de todos y convoca al conjunto institucional. En este caso, la procuración de justicia y el Poder Judicial también deben participar muy activamente para abatir la impunidad. Es desastroso y desalentador para la cruzada contra el crimen organizado, que mientras policías y soldados se juegan la vida, funcionarios judiciales —por venalidad o incompetencia— impidan que la justicia cobre curso.

Las autoridades locales y municipales deben tomar la palabra al presidente Calderón en la convocatoria a un acuerdo nacional en la lucha contra el crimen organizado. Debe ponerse un alto a la proclividad de algunas autoridades locales de dejar en el Ejército la lucha contra el crimen, ya que esto lleva implícita la renuncia a sus responsabilidades y expone a las fuerzas armadas a un desgaste y riesgo, al realizar funciones propias de las autoridades civiles.

Hay temas de debate y de diferencia política como es la propuesta para la reforma en materia de energéticos. Se aproximan rápidamente los tiempos electorales en los que las fuerzas políticas habrán de disputarse mayoría en la Cámara de Diputados con elecciones concurrentes en 11 entidades, en seis de ellas habrán de elegirse gobernadores. La deliberación, incluso a veces encendida, así como las diferencias son propias de la democracia; pero también, la capacidad para identificar lo fundamental y lo importante, aquellos temas en los que no es admisible reserva porque lo que está de por medio nos atañe a todos. Quienes hemos tenido la oportunidad de servir a la República en elevadas responsabilidades, debiéramos ser los primeros en entenderlo y aportar lo mejor de nosotros mismos a una causa que nos es común.